Hablar de José Martí es hablar de la dignidad hecha palabra. Es recorrer un camino de luces y cicatrices, donde la poesía se mezcla con la política, la educación con el amor, la justicia con la belleza. No fue un santo ni un superhombre, pero sí una conciencia ardiente.
Martí no se dejó doblegar ni por el exilio, ni por la soledad, ni por las modas ideológicas de su tiempo. Su fuerza radicaba en su coherencia. Vivía como pensaba, pensaba como sentía, y sentía con una intensidad que transformaba todo lo que tocaba.
Su vida fue corta, pero su obra es inabarcable. Desde los “Versos sencillos” hasta sus discursos revolucionarios, desde sus crónicas hasta sus cartas íntimas, todo en él respira amor a la humanidad y fe en el ser humano como ser perfectible.
A Martí hay que leerlo, sí, pero también hay que vivirlo. Es una invitación a actuar con decoro, a hablar con honestidad, a mirar con compasión. Es un llamado a fundar repúblicas del alma, a no conformarse con lo que es, sino a imaginar lo que puede ser.
En un mundo donde la prisa reemplaza al pensamiento y la apariencia a la verdad, Martí es una pausa necesaria. Su voz no grita: persuade. Su estilo no impone: convence. Su legado no adoctrina: inspira.
Quien recorra sus páginas encontrará más que ideas: hallará un modo de estar en el mundo. Y ese modo, hecho de ética, ternura y claridad, sigue siendo una brújula confiable en tiempos de confusión.
Que Martí no se quede en las estatuas ni en los billetes. Que viva donde siempre quiso estar: en el corazón de los pueblos, en la palabra justa, en la esperanza activa. Porque mientras haya alguien que sueñe con la libertad, Martí no ha muerto.