En 1980, Cuba vivió uno de los capítulos más intensos, caóticos y profundamente reveladores de su historia: el éxodo del Mariel. En apenas seis meses, más de 125,000 cubanos abandonaron la isla por mar, embarcados en todo tipo de lanchas, yates y barcos improvisados rumbo a Estados Unidos. Fue una avalancha humana, una huida en masa, un grito colectivo de desesperación. Pero el Mariel no fue solo un escape. Fue también una fractura social —tanto dentro como fuera de Cuba— cuyas consecuencias aún se sienten hoy.
Todo comenzó con una irrupción. El 1 de abril de 1980, un grupo de cubanos entró con un autobús en la embajada del Perú en La Habana, pidiendo asilo. En los días siguientes, miles más hicieron lo mismo, desafiando al régimen en pleno centro de la capital. La respuesta de Fidel Castro fue simbólica y brutal: retiró la protección policial de la sede diplomática y dejó que el caos se impusiera. En pocos días, más de 10,000 personas abarrotaban la embajada. Era el colapso del relato revolucionario ante los ojos del mundo.
Pero la gran escena llegó poco después, cuando el gobierno anunció que todos los que quisieran irse podrían hacerlo por el puerto del Mariel, al oeste de La Habana. Lo que siguió fue una operación masiva de rescate organizada por exiliados cubanos desde Miami, que llegaron en caravanas marítimas a recoger a sus familiares. La mayoría eran civiles, trabajadores, padres, estudiantes, gente común. Pero también fueron obligados a llevarse a reclusos, enfermos mentales y personas consideradas "antisociales" por el Estado.
Esa mezcla fue aprovechada por el gobierno para deslegitimar el éxodo. Se estigmatizó al marielito como delincuente, como escoria. El discurso oficial convirtió a las víctimas en culpables. Las "actas de repudio" se multiplicaron: vecinos insultaban, golpeaban, escupían a quienes iban a irse, ante la mirada cómplice del poder. Fue un castigo público, una deshumanización que partió a la sociedad cubana en dos. Muchos, hasta hoy, no han podido reconciliarse con esa violencia.
En Estados Unidos, la reacción fue igualmente contradictoria. La llegada masiva generó alarma, discriminación y confusión. El cine, la prensa y la política asociaron a los marielitos con criminalidad y caos. Incluso dentro del propio exilio cubano ya establecido hubo rechazo. Los recién llegados eran percibidos como pobres, distintos, menos educados. Fue un exilio dentro del exilio. Una nueva grieta.
Sin embargo, los marielitos transformaron la historia de la diáspora cubana. Cambiaron Miami, expandieron la cultura cubana, rompieron el mito de que solo los burgueses huían del castrismo. El Mariel demostró que el deseo de libertad no tiene clase social. Y que cuando se abre una puerta, aunque sea hacia el mar, hay miles dispuestos a cruzarla.
Hoy, más de cuarenta años después, el Mariel sigue siendo un punto ciego en muchas narrativas oficiales, tanto dentro como fuera de Cuba. Pero para quienes lo vivieron, no fue solo una salida. Fue una marca. Una ruptura. Un acto de dignidad que mereció respeto, no burla. Y una herida que, aunque cicatrice, siempre dolerá un poco al tocarla.